Nabucodonosor
ha mandado erigir una estatua que no representa a Dios. Exige su adoración pero
él no la adora. Es una estatua que representa el poder, por eso reivindica a
los funcionarios judíos que la adoren, sin embargo no les pide que dejen de
adorar a su Dios, sino que ejerzan la idolatría, que adoren un ídolo mandado
construir por él que es el emperador. Para ello apelará a la obediencia, a la
amenaza, a la sensatez de los jóvenes que deben reconocer que no existe otro
poder más grande que el del rey.
Es la tentación
que nos persigue desde el principio, la idolatría, el ponerse en el lugar de
Dios. Hoy una parte muy amplia de nuestra sociedad pretende desplazar al Señor
de nuestra cotidianeidad, pues a Él –como dice Santa Teresa de Jesús- “se le
puede encontrar entre los pucheros”. Dios centro de la vida puesto que Él es
creador especialmente de vida es relegado a otras estancias que pretenden ser
más intimistas, más personalistas y con menos relación con las raíces propias
de nuestra cultura. Lo decíamos ayer, Cristo es anonadado, es humillado,
podríamos decir coloquialmente que va con
el sueldo, es decir, es una de las condiciones de la Encarnación.
Pero mientras el hombre que vive de
espaldas a Dios y vive “como” condenado, puesto que no gusta de la presencia del
Señor, ni lo busca ni se lo encuentra, se pone él en el centro de la existencia
como creyendo, como muchos que nos precedieron en la fe, que el Mesías ha de
ser poderoso. Esta imagen claramente choca con el rebajamiento de Dios hecho
hombre en Jesucristo y que hoy contemplamos en el descendimiento de la cruz,
salvación para unos, nosotros, y escándalo, para otros. Ahí está Dios, ¿quién
es el majo que ahora se pone en su
lugar? ¿Por qué siempre son tan fáciles las cosas cuando se ve desde la
cúspide, desde la gloria, desde el triunfo, desde el poder? ¿Quién se
identifica con este cuerpo de Cristo ahora ultrajado?
Pero en
medio de esta situación surge el testimonio unánime de tres jóvenes que solo
adoran al Dios del cielo. Este testimonio de fe los lleva a la situación de
poder perder la vida. Los jóvenes entonan un cántico de adoración al Señor que
contrasta con la adoración muda que debía presentarse a la estatua. El culto al
Altísimo es el sacrificio y la alabanza de sus fieles al Señor, presencia salvífica;
mientras que la idolatría llevaba a solo música y terror.
Por eso ha
habido y hay personas que sí han sabido ponerse en el lugar de este Cristo y en
ellos y sus cuerpos se han podido vivir las mismas o parecidas experiencias que
vivió Cristo. Es numeroso el martirologio de la Iglesia, concretamente de la
Iglesia en España. Pero hay muchos cristianos, también hoy, que en sus vidas se
repiten hechos como los que se han cometido con Cristo, quizá no golpes
físicos, pero son ultrajados de forma psicológica o física: la pobreza, la
miseria, el abandono, la humillación y el vacío, la enfermedad, el paro, el
desahucio, la intolerancia, la injusticia, la rabia, el rencor, el estar por
debajo de razones, el poder, la separación matrimonial, la muerte, el alcoholismo,
la drogadicción, el sida, el cáncer, el aborto, el abandono de los hijos, la
cárcel, etc. etc.
Sentir y
sobre todo gustar los efectos de la cruz del Señor es un don, es una gracia; lo
podemos vivir continuamente, en la vida cotidiana. Es fácil desearlo delante de
una meditación o de la oración, lo duro, lo difícil, o lo fácil de olvidar es
cuando nos llega y nosotros –como estos jóvenes- tenemos la ocasión de alabar
al Señor. Ahí, es cuando verdaderamente se notará nuestro apego a la Pasión del
Señor, la prueba del nueve de nuestra
fe. Vivir la cotidianeidad de nuestra fe es lo verdaderamente difícil porque
como hemos escuchado en la Palabra hay muchas cosas que la sociedad nos ofrece
y nos seducen, si las pensáramos más despacio nos daríamos cuenta lo
antievangélicas que son y las rechazaríamos. Por eso San Pablo, que vive desde
el apego a este Cristo, también así en esta condición, se atreve a decir: “para
mí vivir es Cristo y el morir es ganancia” (Flp 1, 21), “pues todo lo estimo
basura con tal de ganar a Cristo” (Flp 3, 8).
Pero hemos
escuchado que la revelación de Dios muestra a este rey poderoso, Nabucodonosor,
sus propios límites, Dios, su poder, es infinitamente superior al poder humano,
puesto que es capaz de librar de la muerte, para dar la vida y para intervenir
en la historia en favor de sus fieles.
De ahí que
recemos el salmo que invita a la bendición de Dios siempre. Y de ahí que aunque
ahora miremos este cuerpo muerto, sabemos que el Padre nos lo devolverá con
Vida para siempre. La muerte será vencida.
El Evangelio
nos ha presentado la típica discusión entre Jesús y los judíos que habían
creído en Él. Estamos hablando de gente entusiasmada y con el movimiento creado
en torno a su persona. Hablamos de un entusiasmo inicial siempre fácil dada la
personalidad de Jesús de Nazaret. Lo podemos ver también en nuestros días.
Es necesario pasar de una fe inicial
entusiasmada, que acepta a Jesús como Mesías profético, a la auténtica
confesión adecuada de la fe cristiana, que le reconoce como Hijo de Dios. Esto
se expresa en labios de Jesús afirmando la necesidad de permanecer en sus
palabras (Jn 15, 1ss), llegar a descubrir la verdad completa –relacionada, por
supuesto, con Él mismo, que es la verdad- para lograr la libertad que dicha
verdad procura.
La esclavitud a la que se refiere
Jesús es la originada por el pecado. La libertad de la que habla Jesús tiene su
origen en Dios.
Vivir esclavos del pecado es como
vivir alejados de Dios, vivir en des-Amor. No solo somos corazón, también somos
mente y también acciones, la suma de estas tres configuran nuestras personas.
Adherirnos a Cristo, conocerle, nos invita a la identificación interna y plena de
su Persona, a ser como Él: ser para los demás, pero no como si de voluntarios
de ONG´s se tratara, sino como cristianos, como otros Cristos para los demás. Dios, también, ha puesto su esperanza en
nosotros, ha hecho un pacto, que Jesús realizó para siempre en la entrega de su
propia vida y que recordamos y conmemoramos cada vez que celebramos la Eucaristía.
María, Virgen de la Piedad, ayúdanos
a acoger a tu Hijo en nuestro interior. Que mirando tu imagen nos mueva al amor
del Señor, a relativizar tantos aspectos de nuestra vida superficial y a buscar
el centro de nuestro amor, que desea estar, como para ti, en el corazón de
Cristo. Amor apasionado que centrará todos nuestros amores y relaciones:
familia, amistades, compañeros de trabajo, hermanos de comunidad cristiana o
parroquial, etc.
Gracias, Señor, por José de Arimatea
y Nicodemo, en ellos percibimos el buen hacer de la acogida del Señor, del
desprendimiento, especialmente el testimonio y el no dejarse llevar por el qué
dirán que tanto tira de nosotros hacia atrás. Ayúdanos a la conversión. Así
sea.
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