Acabamos de escuchar la Palabra de Dios en esta quinta semana
de Cuaresma, semana de Pasión. Y la Palabra, que ilumina la vida de los
creyentes, nos ha hablado de salvación.
El pueblo de
Israel itinerante, un pueblo de profundas raíces nómadas, realiza la travesía
hacia la tierra de promisión, Canaán, allí tienen puesta su esperanza, la
salvación.
Moisés
encabeza y lidera este grupo, se trata de una gran muchedumbre que procede de
Egipto, donde este pueblo hebreo fue esclavo y el Señor los liberó. Ya han
pasado la etapa de la montaña, donde en el Sinaí han recibido la alianza. Pero
como sabemos por propia experiencia es difícil dar gusto a todos por igual. Son
muchos, muchas sentencias. En su relación con Dios se pueden percibir distintos
niveles de amistad, incluso de fe; hay quienes se fían a “pies juntillas”, los
hay que confían por lo que les cuentan, les hay que simplemente siguen la
tradición de sus padres y otros que se resisten a creer porque cuando se toca
el pesebre o el bolsillo, los valores y las presencias desaparecen.
En medio de
esta situación que describe el libro de los Números, el Señor envía serpientes
a este pueblo que aparece como rebelde, ellos han practicado el culto a la
serpiente como símbolo de fertilidad, incluso como amuleto de curación.
Precisamente la serpiente de bronce alzada sobre un asta (Nm 21, 8) le
proporciona al evangelio de Juan un buen símbolo para expresar de una manera
plástica la fuerza salvífica y el poder curativo que se difunde sobre todos los
creyentes a partir de Cristo alzado en la cruz (Jn 3, 14). Cristo, origen y
meta de nuestra pasión, pues nos invita a identificarnos con su Pasión que
consiste en estar totalmente volcado hacia el Padre y hacia los hijos; la pasión
que Jesús siente por su Padre será lo que le lleve a la Pasión.
Nosotros
también somos pueblo de Dios haciendo el camino hacia la Pascua, como aquellos
que nos precedieron en la fe, no vamos solos, nos acompaña el Dios Presencia,
aunque en muchas ocasiones parezca ausencia. El mismo San Ignacio de Loyola al
contemplar la escena de la cruz le parece como si la divinidad se escondiera.
Pero bien sabe él que no, que el Señor está presente en todas las cosas, es su quehacer.
Nuestra mirada ha de estar puesta en
el objetivo de este tiempo, en el final del camino: la Pascua, el paso del
Señor por nuestra vida. Hacemos el recorrido de la Iniciación cristiana como si
fuera por primera vez, porque siempre tenemos la posibilidad de volver a
empezar. Precisamente ese es el signo del Bautismo, una vida nueva. Todos
nosotros estamos llamados a comenzar de nuevo, estamos llamados a la
conversión, cambiar nuestro corazón de piedra por uno de carne, más sensible a
las necesidades de los demás.
Para ello tenemos unas señales para
hacer bien esta ruta, son muy claras y precisas: ayuno, limosna y oración; es
decir, valoro lo que tengo, comparto lo que necesito y todo ello lo contrasto
con el Señor.
Todos los creyentes estamos llamados
a recorrer este camino. El camino está claro, es el mismo camino que recorrió
el Señor, especialmente en el último momento de su vida. Es la hora del “ven y
sígueme”. Por ello es oportuna la contemplación y la implicación. Es el tiempo
de la identificación con Cristo, doloroso y quebrantado –primero- para después
gustarlo resucitado. En este itinerario no convienen los atajos, sino que “más
vale rodear que mal pasar”; los pasos son los que son y ni uno solo se debe
saltar. La contemplación de la cruz, hoy y siempre, nos llena de esperanza; los
méritos no son nuestros sino de nuestro Señor Jesucristo que fue a la cruz para
nuestra salvación.
Es tiempo para la contemplación, a la
que les invito a lo largo de estos días en la que les voy a dar testimonio alegre
del Evangelio, testimonio de la fe.
Queridos hermanos es a esto a lo que estamos
llamados, a dar testimonio del Señor. Pero ¿cómo dar testimonio si este no
parte del encuentro gozoso y cautivador con Cristo que se ha hecho hombre por ti
y por mí, para que más le ames y le sigas? Les hablo del encuentro cordial, de
corazón a corazón, en conexión con el corazón de Cristo, especialmente en la
escena que nos convoca: “Cristo de la cruz a María”. Ese corazón que parece
como si hubiera dejado de palpitar por la hora de su muerte y posterior
entierro, pero que no tardará en emerger, en ser resucitado; en volver a ser Él
mismo, y a ser reconocido como los discípulos de Emaús, en el partir del pan
(cf. Lc 24, 35), es decir, como el pan más bueno bajado del cielo, pues quien
lo tome ya no tendrá ni más hambre ni más sed, pues su vida sacia para la vida
eterna.
El silencio de nuestras procesiones
de Semana Santa de Valladolid nos invita al recogimiento, a la oración, a la
piedad, a la soledad, a hacer resurgir la vida interior que llevamos dentro. En
el fondo se nos estimula a ponernos en el lugar del otro. Pasemos de ser
simples espectadores a ser personajes reales de estos pasos. Esta es mi
invitación a que contemplemos esta escena que tenemos aquí delante: Nicodemo,
José de Arimatea y Cristo, y María, la Virgen de la Piedad que desde su lugar
observa, espera, llora. Ella siempre a la sombra, sabe y siente que vive para
el Hijo y por el Hijo; por eso se le pronosticó que “una espada le atravesaría
el alma” (Lc 2, 35). Jesús es el Amor crucificado por nuestras rebeldías que
ahora desciende y es acogido por los hombres de su tiempo: Nicodemo y José de
Arimatea, y tú, hombre y mujer de mi tiempo, ¿le acoges? ¿Preparas para Él un
sudario? ¿Te manchas con su sangre? ¿Qué representa este Cristo cuya vida ha
sido un continuo descender?
El Cristo que yace es un Cristo que
no tiene los brazos caídos sino extendidos, para incluso en esa situación de
muerte ser acogido por cada uno de nosotros. Agarra sus manos, aún están
calientes. Él sigue confiando en que le des tus manos. Ten la experiencia de
todo un Dios muerto, para que sintiendo la ausencia de su vida, puedas
convertir las ausencias de tu vida hacia Él en cercanía, oración, amor y
servicio.
La Palabra de Dios nos dice que el
hombre es imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 26), pues ahora, ¿qué hombres y
mujeres ves en el rostro mismo de Dios? No hace falta que tengas mucha
imaginación, mira a tu alrededor, déjate interpelar por tantas situaciones que
nos rodean, que incluso están más cerca de lo que creemos. Mira, ve, pero
vuelvo a insistir no seas un simple espectador, métete en la escena, extiende
tus manos, entrégalas a aquel o aquella que también está caído en el lecho del
dolor y la muerte.
Abramos los ojos, todos los sentidos,
para sentir y gustar a Dios en todas las cosas. Acompañemos en estos momentos a
María, identifiquémonos con sus actitudes, guardando su experiencia en el
interior, llena de dolor, pero profundamente creyente, esperando con inmensa
confianza. Imitemos a estos discípulos de segunda hora que tienen a bien acoger
el cuerpo de Cristo. Y esperemos así, con nuestra ayuda, el Reino de Dios y su
justicia. Así sea.
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