La Cuaresma es el tiempo que anualmente nos regala la
Iglesia para prepararnos a la celebración de la Pascua, viviendo con mayor
intensidad nuestra vida cristiana. Durante este tiempo, que ya estamos a punto
de concluir, somos invitados a profundizar nuestro camino de conversión para
alcanzar una vida cristiana más plena y auténtica. Para ello se nos proponen
estos días de intensa oración, austera penitencia y perseverante solidaridad.
En el texto de la primera lectura hemos escuchado un cambio de nombre en
Abrahán, que nos habla precisamente de conversión. Cambiar el nombre es cambiar
el ser y el destino de la persona, y con Abrahán, cambiar el signo de la
historia de la salvación, que le viene significado en tierra y descendencia.
La Cuaresma es el tiempo en el que vivimos de forma
intensa la realidad de nuestra vida cristiana. En este tiempo litúrgico todo
nos invita a tomar conciencia del inmenso amor de Dios por nosotros. Amor
manifestado en su voluntad de hacernos hijos, hermanos, familia. Amor que
comparte la íntima comunión trinitaria y, por ello, nos hace partícipes de este
proyecto de comunión. Pero también en la Cuaresma experimentamos la dureza de
nuestro corazón y los muchos impedimentos que se interponen en el camino de la
comunión ofrecida por Dios. Por ello nos sentimos llamados a la conversión; es
decir a cambiar de vida para dejarnos tomar cada día más por el amor de Dios,
por sus manos y a manifestarlo en el amor a los demás. Precisamente en la
escena de Cristo con la cruz a María podemos observar esa entrega de Nicodemo y
José en correspondencia al amor de Jesús. Jesús lo ha sido todo para ellos,
ahora ellos se ocupan al menos de su cuerpo, después seguirán ocupando de su
cuerpo, la Iglesia, como legado del Señor.
En cada Eucaristía celebrada con plena conciencia se renueva
este designio amoroso de Dios. El Padre nos regala a su Hijo, ahora muerto pero
también resucitado, para que por la fuerza del Espíritu Santo seamos todos sus
hijos, más hermanos entre nosotros y miembros de su familia. Por ello al
celebrar la Eucaristía somos idóneos para corresponder al amor de Dios, en una
creciente identificación con Cristo, obediente al Padre y servidor de los
hermanos.
Desde esta perspectiva de fe, nunca vivimos con tanta
plenitud lo que nos propone la Cuaresma como cuando celebramos la Eucaristía,
cuando recibimos el cuerpo de Cristo como Nicodemo y José de Arimatea, como
María. El camino de la conversión cuaresmal pasa necesariamente por la
Eucaristía. Así vida cristiana, vida cuaresmal y vida eucarística son -de
alguna manera- sinónimos.
A través de la Misa experimentamos la evidencia del
amor de Dios que nos invita a participar de su misma vida. La Cuaresma nos
invita a avivar esta conciencia en la oración prolongada y la adoración, la
meditación de la Palabra, la intimidad con el Señor. Como enseña Santa Teresa
de Ávila, solo “estando a solas con Él” podemos acrecentar la certeza de su
amistad. Pero esta conciencia creyente del amor de Dios se encuentra con los
obstáculos que se nos presentan a diario en el orden personal, familiar,
comunitario, social para vivir esta propuesta de comunión. De aquí nace el
anhelo y la práctica de la reconciliación que necesita verificarse en gestos
concretos y comprometidos. La realidad de tantas familias divididas, los
enfrentamientos entre diversos grupos y sectores que afectan a nuestra realidad
social, nos urgen a un compromiso decidido a favor de la reconciliación. En
este camino ocupa un lugar insustituible la Eucaristía ya que ella es el Pan de
la reconciliación que restaura la comunión de amor, recrea los vínculos
fraternos y mueve a iniciativas reconciliadoras para reconstruir la amistad, la
concordia, la unión y la paz.
La conversión cuaresmal reclama la penitencia. Sin ella
no hay posibilidad de reconciliación auténtica. Pero conviene tener presente
que la penitencia cuaresmal no es una “gimnasia espiritual” destinada a
autocomplacernos con nuestros propios logros; ni mucho menos es desprecio de
los bienes creados. Se trata más bien del ejercicio de nuestra voluntad
reconciliada, que vence nuestras tendencias egoístas y nos abre a Dios y a los
hermanos. Por tanto se trata de un espíritu que caracteriza una práctica, un
modo de relacionarse con Dios, con los hermanos y con las cosas de tal forma
que todo se ordene a la comunión. El Sacramento del Perdón nos hace más capaces
para el espíritu y la práctica de la reconciliación
La conciencia del amor de Dios, actualizada en cada
Eucaristía, y la práctica de la Reconciliación propias del tiempo cuaresmal nos
abren a la solidaridad: “La Eucaristía alimenta e impulsa a los hermanos
distantes al reencuentro. Pero también los hace profundamente solidarios, de
manera que ya no vivan para sí mismos, solo como individuos que se toleran,
sino como miembros de un pueblo, que buscan activamente una patria fraterna y
una sociedad solidaria. Porque los fieles pueden llegar a reconocer que sus
vidas llegan a ser eucarísticas cuando dejan de pensar solo en sí mismos y
asumen el compromiso de transformar el mundo según el Evangelio...". La
vida eucarística a la que nos está invitando esta Cuaresma nos estimula a ser
creativos para descubrir nuevos caminos de solidaridad entre nosotros, como
individuos y como comunidad cristiana. Algunos índices alentadores en el campo
económico no deben hacernos perder de vista la dolorosa situación de muchos
hermanos que reclaman nuestro compromiso solidario. Recordemos que todavía
siguen siendo altísimos los índices de pobreza e indigencia en nuestra nación.
Por ello en esta Cuaresma somos nuevamente invitados al
gesto solidario, fruto de nuestras privaciones, que se canaliza a través de
Cáritas a favor de nuestros hermanos más pobres. En los pobres de la tierra
encontramos a Cristo pobre y humillado. La limosna cuaresmal se convierte así
en un signo elocuente de una comunidad reconciliada y solidaria que encuentra
en el rostro de los hermanos más pobres al Señor que celebra cotidianamente en
la Eucaristía y proclama gozosamente resucitado en la Pascua.
La dinámica propia de este tiempo nos lleva hacia la
Pascua y esta culmina en el mandato misionero: “id y anunciad” (Mt 28). De la
intensidad de nuestra vida eucarística, cultivada, esperamos un renovado
compromiso evangelizador de todos nosotros como pueblo de Dios. Una intensa
vida eucarística debe generar en nosotros el deseo irrefrenable de contar a
otros lo que hemos “visto y oído” (Hch 4, 20). Hoy son muchos los que todavía
no conocen a Jesucristo, o lo conocen mal o lo han conocido y lo han olvidado.
El vigor de toda comunidad cristiana se verifica en su impulso misionero; la
Cuaresma vivida eucarísticamente es el mejor estímulo para animarnos a la
misión.
El fruto de una Cuaresma vivida en clave eucarística
será una comunidad cristiana que vive más intensamente la comunión y, por ello,
da testimonio de una vida más reconciliada, solidaria y misionera. Esta es la
gracia que pido para todos en esta Pascua, por la intercesión de la Virgen
Nuestra Señora de la Piedad. Así sea.
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