El corazón de la iniciación cristiana es el misterio pascual. Existen algunos aspectos específicos de la acción iniciática del catequista en la dimensión litúrgica:
En primer lugar, la propia comunidad. La
iniciación tiene esta configuración de una entrada progresiva en el misterio de
la Iglesia que celebra. Así pues, la Iglesia es una realidad concreta que se
visualiza de manera propia cuando se reúne para celebrar el misterio del amor
de Dios.
Por
la celebración, a través de la Palabra en ella proclamada, y los gestos
realizados, participamos en las acciones que Dios ha hecho por nosotros a lo
largo del tiempo. De aquí surge la estructura verbal-simbólica de la
celebración como núcleo vertebrador: una palabra que se proclama y que se
actualiza por la homilía, y un gesto simbólico, un movimiento corporal, un
quehacer con determinados objetos materiales que remiten a significados nuevos.
Otra
dimensión importante proveniente de una de las notas fundamentales del
catecumenado es “la gradualidad”. Un enorme ejercicio de creatividad, de
eclesialidad, de armonía se nos pide hoy para llevar al catecúmeno al culmen de
la celebración. Y, en la medida en que muchos bautizados hoy están en situación
de incultura religiosa y celebrativa casi absoluta, tendremos que sacar
conclusiones prácticas que acojan esta perspectiva de gradualidad.
¿Qué
decir de los lugares dónde celebramos? Sabemos que el sujeto de la celebración
es la asamblea. La iglesia como edificio material no es nada más que la
transposición del nombre de la asamblea de los fieles (Iglesia) a los muros
donde los creyentes se reunían. Esto mismo es lo que nos lleva a dar
importancia a los lugares donde se celebra. Puede valer cualquier lugar (cf. Jn
4, 23), pero no de cualquier forma, porque la ornamentación o cuidado del lugar
es la manera que tenemos de expresar el misterio profundo de la Iglesia. Es a
la asamblea reunida a la que Cristo ha prometido su presencia (cf. Mt 18, 20).
La repartición de espacios, el orden, la estética, la posibilidad de
movimientos, etc., son detalles que revelan el misterio celebrado y la Iglesia que
celebra.
Otra
nota es la importancia de los modos: tanto la forma de decir (las oraciones
presidenciales, las moniciones, las lecturas, los avisos, las preces, etc.,),
como la forma de hacer (la ejecución del canto, los movimientos, los gestos,
las procesiones, los ritos, etc,). Celebrar es un arte (ars celebrandi).
La
ritualidad es otro componente de toda celebración y pertenece a la antropología
humana. La ritualidad comienza en el instante de la vida, cuando los padres
aprenden que el recién nacido necesita todo un conjunto de acciones rituales que
proporcionan al niño pasar de la cálida presencia de los padres a la frialdad
de la soledad. El rito es un itinerario que da paso a otro estado, a otra
dimensión de la vida. El rito cristiano es repetitivo en el sentido de que lo
que hacemos de esta forma nos actualiza, nos hace presente lo primordial de
nuestra fe.
Y,
finalmente, la importancia de la creatividad. Esta no reside en dejar de hacer
o repetir determinados ritos o gestos, sino en la palabra íntima, en el pedacito
de misterio vislumbrado y captado en la celebración de hoy y que se verbaliza
en la asamblea. La creatividad así entendida es profundidad y hondura del
misterio celebrado, es palabra arrancada del silencio. No es puro cambio, sino
que es el encuentro de lo de siempre con el Misterio para hacerlo más
significativo. Tampoco es ruptura de una estructura ritual litúrgica, sino
palabra que hace más reveladora dicha estructura. Sí es adaptación e
inculturación, nunca es improvisación. La creatividad une en una nueva palabra
el rito litúrgico, la palabra proclamada, la vida y la actualidad de la
comunidad que celebra.
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