domingo, 9 de octubre de 2022

DIMENSIÓN LITÚRGICA DE LA CATEQUESIS

 


El corazón de la iniciación cristiana es el misterio pascual. Existen algunos aspectos específicos de la acción iniciática del catequista en la dimensión litúrgica:

 En primer lugar, la propia comunidad. La iniciación tiene esta configuración de una entrada progresiva en el misterio de la Iglesia que celebra. Así pues, la Iglesia es una realidad concreta que se visualiza de manera propia cuando se reúne para celebrar el misterio del amor de Dios.

Por la celebración, a través de la Palabra en ella proclamada, y los gestos realizados, participamos en las acciones que Dios ha hecho por nosotros a lo largo del tiempo. De aquí surge la estructura verbal-simbólica de la celebración como núcleo vertebrador: una palabra que se proclama y que se actualiza por la homilía, y un gesto simbólico, un movimiento corporal, un quehacer con determinados objetos materiales que remiten a significados nuevos.

Otra dimensión importante proveniente de una de las notas fundamentales del catecumenado es “la gradualidad”. Un enorme ejercicio de creatividad, de eclesialidad, de armonía se nos pide hoy para llevar al catecúmeno al culmen de la celebración. Y, en la medida en que muchos bautizados hoy están en situación de incultura religiosa y celebrativa casi absoluta, tendremos que sacar conclusiones prácticas que acojan esta perspectiva de gradualidad.

¿Qué decir de los lugares dónde celebramos? Sabemos que el sujeto de la celebración es la asamblea. La iglesia como edificio material no es nada más que la transposición del nombre de la asamblea de los fieles (Iglesia) a los muros donde los creyentes se reunían. Esto mismo es lo que nos lleva a dar importancia a los lugares donde se celebra. Puede valer cualquier lugar (cf. Jn 4, 23), pero no de cualquier forma, porque la ornamentación o cuidado del lugar es la manera que tenemos de expresar el misterio profundo de la Iglesia. Es a la asamblea reunida a la que Cristo ha prometido su presencia (cf. Mt 18, 20). La repartición de espacios, el orden, la estética, la posibilidad de movimientos, etc., son detalles que revelan el misterio celebrado y la Iglesia que celebra.

Otra nota es la importancia de los modos: tanto la forma de decir (las oraciones presidenciales, las moniciones, las lecturas, los avisos, las preces, etc.,), como la forma de hacer (la ejecución del canto, los movimientos, los gestos, las procesiones, los ritos, etc,). Celebrar es un arte (ars celebrandi).

La ritualidad es otro componente de toda celebración y pertenece a la antropología humana. La ritualidad comienza en el instante de la vida, cuando los padres aprenden que el recién nacido necesita todo un conjunto de acciones rituales que proporcionan al niño pasar de la cálida presencia de los padres a la frialdad de la soledad. El rito es un itinerario que da paso a otro estado, a otra dimensión de la vida. El rito cristiano es repetitivo en el sentido de que lo que hacemos de esta forma nos actualiza, nos hace presente lo primordial de nuestra fe.

Y, finalmente, la importancia de la creatividad. Esta no reside en dejar de hacer o repetir determinados ritos o gestos, sino en la palabra íntima, en el pedacito de misterio vislumbrado y captado en la celebración de hoy y que se verbaliza en la asamblea. La creatividad así entendida es profundidad y hondura del misterio celebrado, es palabra arrancada del silencio. No es puro cambio, sino que es el encuentro de lo de siempre con el Misterio para hacerlo más significativo. Tampoco es ruptura de una estructura ritual litúrgica, sino palabra que hace más reveladora dicha estructura. Sí es adaptación e inculturación, nunca es improvisación. La creatividad une en una nueva palabra el rito litúrgico, la palabra proclamada, la vida y la actualidad de la comunidad que celebra. 

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