miércoles, 3 de febrero de 2021

ESPÍRITU


 


         En la celebración de la Eucaristía, en el momento de la consagración, el sacerdote extiende o impone sus manos sobre los dones de pan y vino, al tiempo que invoca al Espíritu Santo para que descienda sobre las ofrendas y estas se conviertan en vida del Señor: su cuerpo y su sangre.

         También al final de la Misa, el sacerdote vuelve a invocar al Espíritu Santo pero esta vez para que descienda sobre el Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo, Iglesia en inminente salida. “Entramos en la iglesia para adorar y salimos para servir”. Los que participamos en la Eucaristía somos enviados por el mismo Espíritu, alentados por Él, para ir por el mundo en su nombre: anunciando y bendiciendo su nombre. Así pues, nos deberíamos de convertir en lo que comulgamos y escuchamos, digiriéndolo junto a nuestra vida, con sus temores y esperanzas, y también la de aquellos que están próximos a nosotros. ¿Qué preparación realizamos para celebrar este gran Misterio? ¿De dónde venimos y a dónde vamos? ¿Cómo salimos de nuestras iglesias? ¿Con qué propósitos?

Esta es la llamada constante a la Santidad que recibimos y que nos llegan como “oráculos” a través de muchas mediaciones de las que el Señor se sirve. Ojalá no seamos “sordos a Su llamada sino prestos y diligentes en cumplir Su santísima voluntad” (San Ignacio de Loyola, EE n. 91). Ojalá todos seamos conscientes y practicantes del gran Don que Dios nos ofrece y aprovechemos su capacidad transformante. Permitanme el símil: pasemos de la simple visita, a vivir con.

         Últimamente, miro a mi comunidad cristiana y veo cierto apagamiento, tristeza de semblante, preocupación por el presente y el futuro incierto. Y cierro los ojos como para invocar con más ímpetu si cabe al Espíritu, para que aliente nuestras vidas y nos devuelva el ardor misionero. Necesitamos salir de la caverna que nos confina en la oscuridad, acostumbrados a lo que surja, necesitamos ver el sol con nuestros propios ojos y que las sombras no nos engañen más.

         En este sentido, todos nosotros, especialmente los adultos, necesitamos ser renovados en el interior, para que el Espíritu nos refresque la mente y nos devuelva la fogosidad espiritual del corazón, que sintamos de parte de Dios una palmada en la espalda que nos anime y llene de esperanza. 

Nuestro mundo está pidiendo a gritos esperanza, ¿a qué esperamos los cristianos para contagiar la esperanza cristiana? 

 

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