Hace unos días, tras la ola de frío Filomena, la calle de la Paloma de Madrid, donde se encuentra una residencia de ancianos, un colegio, una parroquia, una residencia de sacerdotes, etc. todo un barrio, y muchos transeúntes, sufría una “gran explosión”, a causa probablemente de una fuga de gas, llevándose consigo cuatro vidas y una decena de heridos.
Seguramente
muchos de nuestros hogares, de nuestras parroquias, habremos sufrido -debido a
las pasadas fuertes heladas- problemas en nuestras calderas, tuberías, etc.
También nosotros, los cristianos, los sacerdotes, que somos ciudadanos, nos
ocurren cosas como a la gente normal. Es más, los sacerdotes, que acompañamos a
tantas familias en el momento último de la vida, que celebramos tantas exequias
de nuestros fieles, de nuestros compañeros, de nuestros familiares, etc. no
somos de hierro, somos humanos, y también lo sufrimos. Nosotros amamos la Vida
y deseamos contagiar Vida, una Vida que no es nuestra, a que suene a tópico,
sino que Dios nos ha regalado y que, durante toda ella, nuestro anhelo más
grande habrá de ser: que sea vivida con plenitud, por supuesto, contando con
las fuerzas de cada etapa de esta Vida.
Hace
un momento oía en la radio el testimonio emocionado y emocionante de Gabriel,
el párroco que sufrió esta gran explosión. Los pelos se me ponían de punta, la
carne de gallina, un nudo en la garganta, un estremecimiento como cuando una
experiencia te sobrepasa, como cuando siento que Dios me abraza. Oía que Dios
me hablaba a través de ese sacerdote, me hablaba de Amor, y “Dios es Amor” (1Jn
4, 12).
El presbítero, entre otras cosas, me ha dado
testimonio sencillo y normal, del quehacer diario de una parroquia, en la que
los sacerdotes, a la sombra de las noticias, estamos en la brecha, tanto en el
altar, como en el servicio de la caridad, en la catequesis, etc. Pero también
en el combate cotidiano con obras, mantenimientos, etc. Realizando honradamente
nuestra misión. Somos como autónomos que no saben de horarios, y difícilmente
reemplazables. Deseando mejorar, hacer de nuestro ámbito un lugar digno donde
la gente se halle, se le facilite mejor la presencia de Dios y el encuentro como
comunidad.
En nuestras parroquias, tan plurales, tan ricas en
carismas dentro de sus miembros, muchas veces contamos con personas muy
disponibles que colaboran con su parroquia, aportando lo que saben y lo que
pueden. Ellos son hermanos y hermanas de comunidad, son amigos, sus familias
son nuestras familias. Esta es la gran explosión que anunciamos al mundo, también
en la catequesis: la Vida tiene sentido, desde el momento de su concepción
hasta el momento último de la muerte natural. Vivamos cada etapa de este
camino, cogidos de la mano, unos de otros, especialmente del Otro; agarrados
por la esperanza que sí cabe en este itinerario catecumenal, que parte de la “no
fe” hasta que llegamos a ser conscientes de que somos de la “sí fe”.
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