La
presencia real de Jesucristo la encontramos en la Eucaristía, tanto fuera como
dentro de la Santa Misa. La imposición de las manos del sacerdote en el momento
de la consagración y la invocación del Espíritu Santo (epíclesis) hacen
posible este milagro. Como los discípulos de Emaús, podremos reconocer a Jesús el
Señor realmente en el partir del pan (cf. Lc 24, 35). El Señor se nos da,
también, como alimento que sacia nuestra hambre de Dios. Y, al mismo tiempo,
nos estimula para que compartamos el “pan nuestro de cada día” (Mt 6, 11) con
los que no lo tienen.
Jesús en la Eucaristía se nos da en un cacho de pan que
compartimos con más gente. Ese trozo de pan es una miga, una pequeña porción de
lo que configura el Cuerpo de Cristo, que también es la Iglesia. La Iglesia nos
inicia para la recepción de este Sacramento de Unidad por medio de la
catequesis que recibimos en primer lugar de nuestros padres, nuestros
catequistas, los ministros de la Iglesia y la Comunidad cristiana. La clase de
religión nos servirá como apoyo de todo esto.
Comulgar, también de forma espiritual, nos permite estar
muy unidos a Jesús en la Eucaristía. Precisamente la catequesis dirige hacia la
comunión y la intimidad con Cristo (cf. DGC 80). Por esta razón, antes de
comulgar nos habremos de preparar y si algo en nuestra conciencia nos lo impide
podremos subsanarlo a través del sacramento de la reconciliación, donde Jesús también
está para perdonarnos realmente nuestros pecados.
En el Sagrario nos encontramos esta presencia de Jesús de
una forma permanente. Nos lo advierte la pequeña lámpara siempre encendida.
Hacia Él dirigimos nuestra oración cuando estamos en el templo, a Él le
llevamos todas nuestras necesidades, así como nuestra oblación y ofrenda al
Padre por medio del Espíritu Santo. El Sagrario y la exposición del Santísimo
invita a la adoración: “Al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo,
en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para
gloria de Dios Padre” (Flp 2, 10-11).
La espiritualidad cristiana ha desembocado la devoción a Jesús
en la Eucaristía en el símbolo del Corazón. Este Corazón traspasado por la
lanza en el momento de la Crucifixión nos invita a intimar con la humanidad de
Dios. Cristo atravesado por el Amor, entrega generosamente su vida en rescate
de las nuestras. Su vida y la nuestra pueden vivir siempre unidas, por la
Comunión.
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