El Papa Francisco en su exhortación Gaudete et exultate, del año 2016, habló de “los santos de la puerta de al lado” que son los varones y mujeres del pueblo de Dios: “los padres que crían con tanto amor a sus hijos, los hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, los enfermos, las religiosas ancianas que siguen sonriendo (…) son aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios” (n.7). También el Papa dice que la santidad excede los límites de la Iglesia católica porque el Espíritu suscita signos de su presencia, que ayudan a los mismos discípulos de Cristo” (n. 9).
Durante la homilía de la Misa Crismal del pasado Jueves Santo, por cierto una predicación improvisada, sabiendo muy bien lo que quería decir, porque de “lo que siente el corazón habla la boca” (Lc 6, 45), y por eso con mayor frescura, llegando al corazón del oyente, Francisco volvió a mencionar a “los santos de la puerta de al lado”, esta vez aludiendo a los sacerdotes. Quiso recordar a los más de 60 sacerdotes que habían muerto en Italia por estar en contacto con el coronavirus, sirviendo a la gente. En esta misma línea de servicio quiso recordar a tantos médicos y enfermeros, agentes de la salud, que habían fallecido por esta misma causa.
Todos ellos, como Jesús, han expuesto su vida para dar más vida, pues “¿de qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero y perder su alma?” (Mc 8, 36). Las personas que tenemos una determinada vocación, intentamos desarrollar con nuestra vida el contenido de la llamada que sentimos en nuestro interior, incluso muchas veces ciegos por el celo “que también nos devora” (cf. Jn 2, 17) sin ver las repercusiones de nuestros actos. Recuerdo ahora algunos santos contagiados también por otras enfermedades, por ejemplo, San Luis Gonzaga que vivió la peste que asoló a Roma en 1591, allí este joven religioso, estudiante de teología, atendía a los enfermos en los hospitales y portando a uno de ellos sobre sus hombros se infectó. ¿Qué decir del Padre Damián y los leprosos de Molokai? Este sacerdote sentía la necesidad de llevar la Buena Noticia aun a riesgo de ser contagiado. Pero también podemos nombrar a Santa Catalina de Siena que vivió la peste negra o Santa Rita de Casia que se dedicó al cuidado de los enfermos, también, de peste. Y los niños pastorcillos de la visión de la Virgen de Fátima, Francisco y Jacinta, que les asoló la gripe española. Todos ellos, como se suele decir, están ya en los altares y tuvieron contacto con algún tipo de pandemia; ellos son santos. Y los que ahora están –también– en contacto con el covid-19 son como aquellos, que anteponían la vida de los demás a la suya misma.
Esta es la gran lección que los cristianos aprendemos en la Pascua: el Señor da la vida por nosotros, no solo por los suyos, por todos. Ha salido de la cueva, del confinamiento que le ha retenido durante tres días en el sepulcro, para contagiarnos la vida que lleva dentro, una vida que no mata sino que produce más vida, una vida en abundancia, una vida para la eternidad. El contacto que podamos tener con Él no nos pone en peligro, sino todo lo contrario, es el antídoto para la pandemia del pecado, del des-Amor, que también nos asola, incluso sin darnos cuenta, que nos mina, que nos hace vivir como en tierras movedizas, que es puro fango y que a veces no nos permite ni mover. Ese pecado que hemos reparado durante el tiempo de la Cuaresma y que ahora vivimos en la Gracia de habernos encontrado con Él, aquel que nos transforma en testigos, testigos de su Resurrección. Este es el compromiso de todo cristiano al celebrar la Pascua y profesar el Credo de la Fe: somos cristianos, seguidores de Cristo, imitadores suyos. Hagámoslo mejor con las obras que con las palabras, porque “las palabras se las lleva el viento, y “obras son amores y no buenas razones”. Como venía a decir Pablo VI: se hace más caso a un testigo que a un maestro.
Como testigos son para todos nosotros, todas esas familias que durante este tiempo han vivido su fe, al hilo de la propuesta de sus parroquias, con creatividad y entusiasmo. Esos padres y esos niños que han escenificado alguna procesión, que han realizado pasos de Semana Santa en los pasillos de sus casas, que han realizado retos y actividades evangelizadoras por el bien suyo y el de los que los vemos, porque “el bien cuanto más universal, más divino”. Para todos ellos, también, nuestro aplauso, pues con sus vidas nos estimulan el Via Lucis.
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