jueves, 7 de junio de 2018

FIESTAS DE LOS PUEBLOS



Ya van comenzando algunas de las fiestas de nuestros pueblos, aunque muchas irán apareciendo durante el verano.
Los pueblos arden en fiestas, se convierten en villas abiertas y hospitalarias que, suspenden las obligaciones de la vida ordinaria para celebrar, con sana alegría, las maravillas de la vida y de la convivencia.
Estas fiestas, en honor de Nuestro Señor o de algún santo o –incluso- alguna advocación de la Virgen, tienen muchos momentos. Precisamente se caracterizan por su carácter global y variado. Hay muchas fiestas diferentes dentro de la fiesta general. Y uno de estos momentos esenciales, dentro del amplio panorama de la fiesta mayor, es la Celebración Eucarística, en el templo parroquial donde diariamente se encuentra la imagen que se venera. Parece, moralmente, obligado que intentemos vivir el momento claramente religioso de la fiesta con la misma claridad y con la misma verdad con que vivimos los otros actos. Pues, en la Santa Misa, estamos evocando la causa y el principio de todo lo demás.
Los pueblos habrán de celebrar con seriedad y en verdad la fiesta desde el patrocinio de un hombre o una mujer de Dios, que le inspira a vivir cristianamente. Se trata, también, de un tiempo para dar gracias a Dios por los bienes recibidos durante el año. Con los bienes espirituales, nuestros pueblos reciben de la fe cristiana bienes culturales y sociales tan importantes como el respeto a la dignidad de la persona humana, la noción de la igualdad entre el hombre y la mujer, la idea del matrimonio y de la familia que ha sido y sigue siendo el eje de nuestra cultura y de nuestra vida social y personal, el valor de la autoridad como el servicio a un pueblo libre, el reconocimiento de la justicia y de la misericordia como normas supremas de convivencia.
Este es el momento de reafirmar el valor inigualable del patrimonio sobre el cual se ha ido edificando nuestra historia y nuestra riqueza espiritual y cultural. Es el momento de disponernos espiritualmente para conservar, con fidelidad y buen discernimiento, este capital espiritual en unas nuevas circunstancias con las adaptaciones externas que sean precisas, pero manteniendo celosamente la sustancia de nuestra fe y de los valores culturales que de ella hemos recibido a lo largo de los siglos.
Por último, en fiestas y fuera de fiestas, en la vida personal y en la vida pública, tenemos la oportunidad y la obligación moral de presentarnos delante de los otros como discípulos de Jesucristo, hijos agradecidos de Dios Padre-Madre, hombres y mujeres dispuestos al perdón, a la convivencia serena y al servicio desinteresado y generoso de los más necesitados.



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