“La alegría del amor que se vive en
las familias es también el júbilo de la Iglesia”, así comienza el Papa
Francisco su exhortación apostólica que supone la conclusión a los Sínodos de
los Obispos sobre la Familia de los años 2014 y 2015.
Invito a las familias a
que lean este bello documento, que, con un lenguaje muy asequible, en el que se
expone una propuesta para las familias cristianas,
que las estimule a valorar los dones del matrimonio y de la familia. Asimismo,
invita a sostener un amor fuerte y lleno de valores como la generosidad, el
compromiso, la fidelidad o la paciencia.
Se ha de entender en el contexto del
Año Jubilar de la Misericordia y por
ello, Francisco porque procura alentar a todos para que sean signos de
misericordia y cercanía allí donde la vida familiar no se realiza perfectamente
o no se desarrolla con paz y gozo.
Desde el punto de vista de la
catequesis familiar me parece no tiene desperdicio el documento en su
totalidad, pero podríamos entresacar alguna idea importante del capítulo VII, en
el que el Santo Padre habla de “fortalecer la educación de los hijos”.
Los padres, primeros catequistas de sus hijos, inician desde el
despertar religioso en el desarrollo moral de sus hijos, para bien o para mal.
Por consiguiente, lo más adecuado es que acepten esta función ineludible y la formalicen
con un talente consciente, entusiasta, razonable y ajustado a la realidad.
Los padres requieren formación que les instruya para asegurar una educación
esencial para sus hijos. Nunca deberían delegar completamente la educación en
la fe a otros, aunque puedan encontrar otros apoyos evangelizadores, como la
Escuela y la Parroquia.
En lo que respecta al crecimiento afectivo-sexual y ético de la persona
se precisa creer que los propios padres son merecedores de confianza. Esto
constituye una responsabilidad educativa: forjar confianza en los hijos con el
afecto y el testimonio, inspirar en ellos respeto.
Asimismo, es indispensable sensibilizar al niño o al adolescente para
que advierta que las malas acciones tienen consecuencias. Despertemos la
capacidad de ponerse en el lugar del otro y compadecerse por su sufrimiento cuando
se le ha hecho daño.
La relación padres e hijos puede verse afectada por las tecnologías de
la comunicación y la distracción, cada vez más sofisticadas. Cuando son bien
utilizadas (como diría San Ignacio de Loyola: si hacemos uso de ellas “tanto
cuanto”, ordenadamente o correctamente) para que puedan ser útiles para conectar
entre los miembros de la familia. Estos medios ni sustituyen ni reemplazan la
necesidad del diálogo personal y profundo.
La educación de los hijos manifestarse por un camino de transmisión de
la fe, que se dificulta por el estilo de vida actual, por los horarios de
trabajo, por la complejidad del mundo donde muchos llevan un ritmo frenético
para poder sobrevivir. Sin embargo, la familia debe seguir siendo el hogar
donde se inicie cristianamente, orando y sirviendo al prójimo.
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