San Juan es el que más y mejor
desarrolla este tema del Amor de Dios. Él, como es el que escribe, pues se
puede autodenominar como quiera: y él se considera “discípulo amado”. El Señor
estoy convencido que le quería mucho, como nos quiere, un montón a todos, pero San
Juan lo vive y lo manifiesta en primera persona. Se siente enamorado de Dios.
Así con estas palabras y letras: enamorado.
Mirad, como en
nuestra vida religiosa, o consagrada, no vivamos enamorados del Señor: pobres
de nosotros y de los que viven con nosotros. ¿Por qué digo esto? Pues, porque
cuando uno vive la clave del Amor, de la Misericordia, del Perdón, de la
Justicia, etc. se mueve en esas claves. ¿Acaso no hemos oído más de una vez ese
refrán que de “padres gatos, hijos mininos”? Pues es una gran verdad. Damos lo
que hemos recibido y si no bebemos del Amor de Dios, no podemos dar amor de
Dios, y entonces o seremos agrios, indiferentes hacia lo que les pasa a los
demás, nos parecerá tontería los que sí vivan desde esa clave, o puede darse
que vivamos una situación afectiva mal encajada, que puede dar lugar, perdonad
que hable tan claramente como un “amor acaramelado o pastelero”.
Pero, alguien me preguntó
este verano: ¿cómo se puede sentir el Amor de Dios del que nos hablas?, porque
me cuesta. Es verdad, que decimos que el noviciado fue como una luna de miel,
en la que todos nosotros vivíamos una experiencia gozosa, ingenua, de mucho
dejarse hacer. También les pasa a los novios. Es un tiempo de prueba, de
conquista, de conocimiento. Pero el amor entre dos personas no es el mismo al
principio que cuando llevan 50 años. Como tampoco lo es el vino, que macera, o
la comida hecha a fuego lento, cada cosa tiene su tiempo, habrá que saber amar
desde dónde cada uno está, siendo realistas y con la docilidad de quien desea
amar y no siempre ser amados. Porque en esto consiste el amor: en dar y
recibir. Pero claro nosotros contamos con una clara ventaja y es que aunque
nosotros no amemos a Dios, Él nunca nos dejará de amar.
Mirad,
tenemos que partir tanto en nuestra vida espiritual como en nuestra vida
cotidiana, dígase: comunitaria, de misión, de calle, etc. de la idea de que
siempre tenemos que aprender, que no nos lo sabemos todo, que Dios es esa
Palabra, ese Verbo, que se nos entrega hecha carne, hecha humanidad, para que
nosotros la acojamos. ¿No veis al niño que tiene las manos hacia arriba? Son
brazos que quieren ser cogidos.
Yo
lo digo hasta la saciedad, para ver si yo soy el primero que me convenzo, si no
tenemos experiencia del Amor de Dios, ¿qué? ¿de qué hablamos? ¿con qué
experiencia? Bla, bla, bla. Necesitamos conocer el Amor, porque quien no conoce
al Amor, no puede amar. Y esto nos habla de conocer humanamente a Dios, conocer
a la persona de Jesús. Perdonad, no estoy hablando de conocerle físicamente: de
dónde vivió, cómo se llamaban sus padres, a qué dedicaba el tiempo libre, etc.
No, me refiero a conocerle por dentro, meterse en Él, que es puerta, para
reconocer la misericordia que es expresión de su Amor. Y si no abrimos nosotros
nuestra puerta, difícilmente vamos a poder saborear quien es este Dios, tu
compañero, al que llevas acompañando tantos años de vida consagrada y a veces
ni le conoces o si le conoces es por los pelos.
Estos
días de la Navidad, saquemos tiempo para la contemplación de este Misterio:
Palabra hecha carne. Dios que se hace hombre y nos confunde al manifestarse en
un niño recién nacido. Guardemos silencio ante este misterio, escuchemos su
Palabra y acojámosla, ¿qué nos dice? ¿qué nos pide? ¿a qué nos llama?
Recuperemos el Amor de Dios que se encarna también en cada uno de nosotros,
para que nosotros ante este misterio, en profunda adoración, entregemos,
depositemos a sus pies, ni oro, ni mirra, ni incienso, ni tan siquiera
corderos, ni quesos, sino nuestras vidas, nuestra vocación, la alegría de
nuestro creer y de poderlo hacer al lado de otros hermano
s.
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