martes, 8 de julio de 2014

Homilía final del Aula de Verano


En la tarde de ayer, Don Ángel (obispo de Segovia) nos hablaba de María como "catecismo viviente". Hoy, a mí, también me gustaría hablar de otro catecismo que es el que viene expresado a través del arte, especialmente del retablo que tenemos delante.

No quisiera centrarme tanto en el estilo y en los autores: rococó y la Inmaculada de Gregorio Fernández, sino más bien en el significado que puedo encontrar ayer y hoy en él.

Esta capilla de San Ignacio o del noviciado en Villagarcía de Campos nos habla por sí sola, y nos remite hacia lo qué es un noviciado y el paralelismo que encuentro entre el tiempo del noviciado y el tiempo del catecumenado (cf. AG 14). 

No me gustaría hablar de documentos y tampoco de autores, sino de la propia experiencia, de quien ha hecho un noviciado, este año hará 25 años que lo comencé, y -también- de quién ha hecho el catecumenado. Es decir, de "lo que siente el corazón habla la lengua" (Mt 12, 34). 

En el noviciado, como en la catequesis, se inicia al novicio en el conocer, celebrar, vivir y orar; igual que en la catequesis. Conocer el lugar donde se encuentra, esa familia a la que él desea pertenecer. Celebrar, porque los sacramentos son "signos visibles de Dios que es invisible", porque la Eucaristía es el centro de la vida de cualquier cristiano y más de aquel que está "desbocado" por el Señor y por el prójimo. La Eucaristía que se prolonga a lo largo de todo el día, como si el altar se dilatara en el espacio y en el tiempo; para hacer sitio a más, especialmente los pobres, alrededor de él y también para que se prolongue mucho más de las cuatro paredes que constituyen la capilla y del tiempo que ha podido durar. Vivir, aprender un estilo de vida comunitario en el que lo importante es descubrir a Dios en todas las cosas: vivir a la luz de la Palabra de Dios. Orar, orar mucho, porque es la forma de estar con el Amigo que nunca falla; para conocerle, para más amarle, servirle y seguirle, hay que estar tiempo con Él. 


Jesús es el centro de la catequesis, ahí está su rostro pintado en la puerta del Sagrario. La finalidad de la catequesis es "la intimidad con Cristo" (DGC 80; CT 5). También para uno que se quiere iniciar en la vida religiosa, el trato personal con el Señor es una necesidad, como el comer o el beber o el respirar.

El novicio en todo momento se siente acompañado en esta experiencia. El Señor le va guiando (cf. Sal 23), se sirve de medios, como es un maestro o acompañante espiritual. Te ayuda a discernir objetivamente el camino del Señor. En la catequesis ya vamos viendo como una necesidad acompañar el proceso gradual de hacerse cristiano (Iniciación cristiana).

Que bello en este retablo, ver representados todos estos santos, que fueron testigos del Señor en su tiempo y que lo son ahora en el nuestro. Lo mismo que se nos pide a los cristianos, especialmente cuando hemos concluido nuestra Iniciación cristiana, ser: "testigos del Señor".

Los novicios cuando venían por la mañana a la capilla para hacer ofrecimiento de obras, introducían sus dedos en la pila del agua que hay a la entrada de la capilla. Así renovaban su bautismo, su pertenencia al Señor y su filiación. Al tiempo podían releer cada día la pregunta fundamental que se hace San Ignacio de Loyola en la experiencia de los Ejercicios Espirituales: "¿Qué he hecho por Cristo? ¿Qué hago por Cristo? ¿Qué voy a hacer por Cristo?" [EE 53]. Pregunta que les orientaba: "¿dónde voy y a qué?" [EE 239].

Desde el punto de la mañana, primero Dios. El Señor, como indica el dedo de San Ignacio sobre el libro que sostiene sobre su otra mano, es lo primero: Ad maiorem Dei gloriam, o lo que es lo mismo "para mayor gloria de Dios". Que cuando miraran al Señor en el Sagrario, también se fijaran en ese dedo que apuntaba como diciendo: "para que tú crezcas y yo disminuya" (cf. Jn 3, 30). Ese Ignacio en movimiento que representa la acción para aquellos que se querían iniciar en la misión de la Compañía; como su pie alzado, indicando la disponibilidad. 

Alrededor de Ignacio hay ángeles que nos recuerdan que él era un místico, su relación con Dios le hacía pisar firme seguro. Varios son los signos que estos querubines portan: la corona, el IHS, la iglesia y la bandera que dice: "en el signo de la cruz vencí"; la cruz como el santo y seña de nuestra fe. 

Santos como Estanislao de Kotska, Luis Gonzaga, les recordaba a los novicios, a esos jóvenes jesuitas que en su corta vida fueron capaces de ser como Jesús. San Francisco Javier, misionero, San Francisco de Borja, tercer general de la orden, San Francisco de Regis, misionero al estilo de Javier, San José de Pignatelli, restaurador de la orden, beato Bernardo de Hoyos, amante del Corazón de Jesús y la Eucaristía. Y después los mártires del Japón como "testigos del Señor". Qué decir de La Inmaculada, a la que Ignacio tenía tanta devoción que esperó hasta que sintió que "María le ponía con su Hijo" para celebrar su primera Misa.

Nosotros, también, podemos ver en este catecismo viviente un estilo de vida propio del cristiano, en el que la Eucaristía es nuestro alimento para andar el camino del Señor, teniendo como referencia a María, desde esa experiencia ser testigos del Señor.

Los catequistas estamos llamados a ser testigos del Señor, igual que María, las mujeres, los apóstoles y tantos otros que a lo largo de la historia se han encontrado con el Señor. La experiencia de encontrarse con el Señor nos acredita para ser sus apóstoles, para dar testimonio de Él en este mundo. Si no nos hubiéramos encontrado con Él, ¿de qué hablaríamos? Nuestras palabras si no están apoyadas por la experiencia de habernos encontrado con Jesucristo serán vacías, sin sentido.




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