
El Señor, a través de la Cuaresma, especialmente en la escucha atenta a Su Palabra, desea pulir el tesoro que habita en nuestro interior y que muchas veces por tantas capas y capas, desconocemos o ignoramos. Somos como diamantes en bruto, oro en lingotes que a través del trabajo, del calor y el crisol pueden ser moldeados, afinados, mostrando la mejor cara de nosotros mismos, no la de la apariencia sino la de la transparencia.
Algunas asperezas hay que rectificar, también impurezas; unas pertenecen al carácter, otras a la insolidaridad, también a la impaciencia, a lo que pudimos hacer y no hicimos, y a tantas palabras que no pudimos callar. Cómo no limar la falta de fe y de esperanza, también de caridad. Y, qué decir de la tibieza, la soberbia, la hipocresía o el pensar solo en el más acá. La pereza y las pocas ganas, el comportamiento a veces como si no existiera nadie más.
Aprovechemos algún tiempo para ponernos en la presencia de Dios, para dejarnos iluminar por Su Mirada, que es compasiva, misericordiosa y justa. Si nos miramos desde nosotros, nos quedaremos cortos o veremos de más. Si nos dejamos ver por la muchedumbre no veremos a Jesús como Zaqueo (cf. Lc 19, 3). Dejémonos ver por la mirada compasiva de Dios compasivo, misericordiosa de Dios misericordioso; mirada llena de ternura para con todos.
Aunque nos alejemos, Él siempre espera nuestro regreso. Volvamos a la casa del Padre: por estar con Él y también por la fiesta (cf. Lc 15, 11-32).
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