Ya
van comenzando algunas de las fiestas de nuestros pueblos, aunque muchas irán
apareciendo durante el verano.
Los
pueblos arden en fiestas, se convierten en villas abiertas y hospitalarias que,
suspenden las obligaciones de la vida ordinaria para celebrar, con sana
alegría, las maravillas de la vida y de la convivencia.
Estas
fiestas, en honor de Nuestro Señor o de algún santo o –incluso- alguna
advocación de la Virgen, tienen muchos momentos. Precisamente se caracterizan
por su carácter global y variado. Hay muchas fiestas diferentes dentro de la
fiesta general. Y uno de estos momentos esenciales, dentro del amplio panorama
de la fiesta mayor, es la Celebración Eucarística, en el templo parroquial
donde diariamente se encuentra la imagen que se venera. Parece, moralmente, obligado
que intentemos vivir el momento claramente religioso de la fiesta con la misma
claridad y con la misma verdad con que vivimos los otros actos. Pues, en la Santa Misa, estamos evocando
la causa y el principio de todo lo demás.
Los
pueblos habrán de celebrar con seriedad y en verdad la fiesta desde el
patrocinio de un hombre o una mujer de Dios, que le inspira a vivir
cristianamente. Se trata, también, de un tiempo para dar gracias a Dios por los
bienes recibidos durante el año. Con
los bienes espirituales, nuestros pueblos reciben de la fe cristiana bienes
culturales y sociales tan importantes como el respeto a la dignidad de la
persona humana, la noción de la igualdad entre el hombre y la mujer, la idea
del matrimonio y de la familia que ha sido y sigue siendo el eje de nuestra
cultura y de nuestra vida social y personal, el valor de la autoridad como el
servicio a un pueblo libre, el reconocimiento de la justicia y de la
misericordia como normas supremas de convivencia.
Este
es el momento de reafirmar el valor inigualable del patrimonio sobre el cual se
ha ido edificando nuestra historia y nuestra riqueza espiritual y cultural. Es
el momento de disponernos espiritualmente para conservar, con fidelidad y buen
discernimiento, este capital espiritual en unas nuevas circunstancias con las
adaptaciones externas que sean precisas, pero manteniendo celosamente la
sustancia de nuestra fe y de los valores culturales que de ella hemos recibido
a lo largo de los siglos.
Por
último, en fiestas y fuera de fiestas, en la vida personal y en la vida pública,
tenemos la oportunidad y la obligación moral de presentarnos delante de los
otros como discípulos de Jesucristo, hijos agradecidos de Dios Padre-Madre,
hombres y mujeres dispuestos al perdón, a la convivencia serena y al servicio
desinteresado y generoso de los más necesitados.
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