No hace mucho tiempo que nos llegó la triste noticia del fallecimiento de un hermano nuestro, Juan; un paisano, misionero en Madagascar. Hoy en día la covid-19 acapara la atención de cada noticiario. La ciencia se centra tanto ella, que otros estudios de investigación que se estaban llevando a cabo como por ejemplo en lo que respecta a la malaria han pasado a la lista de espera. Y esto sucede especialmente en un continente, como el africano, donde aún se vive por debajo del desarrollo mundial. Cientos de miles de personas, víctimas de esta otra enfermedad, el paludismo y la insolidaridad, mueren cada año.
Juan
vivió esta situación muy de cerca, siendo consciente, y aún así se sintió
llamado por el Señor para ser su Testigo caminando con un pueblo concreto,
sintiéndose parte de ese pueblo, siendo ejemplo de sinodalidad hoy. Otros,
antes que Juan, entregaron su vida de una forma también incondicional: San Luis
Gonzaga o San Damián de Molokai. Hoy no solo podemos reconocer en él un Testigo
del Señor, sino un profeta para este reciente Adviento que nos estimula la
esperanza de la llegada del Mesías.
Al
final del catecismo Testigos del Señor, en los últimos temas, se ofrece
a los chavales la propuesta de conocer una serie de santos. Ellos nos
estimulan, también a los jóvenes, a vivir con el deseo de la santidad: llegar a
ser como Jesús. El Adviento nos invita a estar despiertos, a descubrir las
ráfagas de la presencia del Señor en lo que va aconteciendo. Y es que hay
personas que desprenden olor de santidad. El Papa Francisco habla del “olor a
oveja”, perfume propio de los pastores. Esos pastores que pasan desapercibidos,
pero que con la vida rezuman presencia de Buen Pastor. Los pastores que no
tienen más pretensión en su vida que hacer la voluntad de Dios, ponerse a su
servicio e intentar no secundar las voces que les invita a una vida banal.
Juan,
un hombre sencillo y muy alegre. En los pueblos decimos: llano y campechano;
con don de gentes. Abierto, sin hacer acepción de personas. Conocedor de lo que
el prójimo necesita, pues sus ojos vivos le permitían detectar al hombre que
sufría, aunque este fuera el compañero que necesita acogida y cercanía. Así,
también, socorriendo a Cristo yacente y él siendo amado por Él. Siendo profeta
en medio del mundo y de la Iglesia, con su sola presencia. Su vida hablaba de
austeridad, de con poco basta, de desprendimiento y generosidad, de amistad y
fraternidad, de anonadamiento y abajamiento. Todas las características propias
del apóstol, del testigo, del profeta.
La
vida de personas así, a veces pasan desapercibidas. Quizás no estamos
acostumbrados a pronunciar alabanzas, al estilo de los salmistas, sobre lo que
nos rodea, especialmente las personas. En este mundo falta mucho de
reconocimiento en privado.
Ha
sido una gran pérdida, que sentimos: “Vos me lo diste, a Vos, Señor, lo torno”.
La sinodalidad nos anima a la Iglesia a la fraternidad, a querernos, incluso siendo tan diferentes, a desterrar la vanidad y la envidia que son baches que habrá que allanar para asumir la venida del Señor.
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