miércoles, 21 de junio de 2017

SAN LUIS GONZAGA, SJ.

Daba horror ver a tantos que se estaban muriendo. Andaban desnudos por el hospital y se caían muertos por los rincones y por las escaleras, con un olor insoportable. Yo vi a Luis servir con alegría a los enfermos, desnudándolos, metiéndolos en la cama, lavándoles los pies, arreglándolos, dándoles de comer, preparándolos para la confesión y animándolos a la esperanza. Luis no se separaba de los más enfermos y de peor aspecto.
Luis había optado por entregarse a fondo. Por eso, de nuevo, arriesgó en favor de otros. Aquella tarde, cuando iba al hospital de la Consolación, encontró a un apestado que, inconsciente, yacía en medio de la calle. Lo abrazó, lo echó a los hombros y a pie lo llevó a la Consolación. Allí lo atendió. Ese mismo día empezó la fiebre y el malestar. Fue el último de tantas personas enfermas que cuidó.
Hay una época en la vida en la que uno tiene la suficiente madurez y todas las energías para lanzarse hacia lo que merece la pena. Lo llamamos juventud y suele ser el periodo más feliz, más incierto y recordado de nuestras vidas. Ese momento donde se percibe la libertad, las posibilidades y, también, el riesgo. Para muchos es el momento de descubrir algo por lo que dar la vida, una fuerza a entregarse en favor de lo que es bueno de verdad. Para Luis Gonzaga la juventud fue toda la vida que tuvo. Así lo eligió y fue una vida plena. No fue un temerario que no pensaba en las consecuencias. Al contrario, jugó su carta porque prefirió entregarlo todo por amor a una vida cómoda o larga.
Luis Gonzaga es patrón de la juventud. Quizás lo debería ser del discernimiento y la valentía. El patrón del que lo apuesta todo a un valor seguro: el reino de Dios.

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