domingo, 1 de enero de 2017

AMORIS LAETITIA


            “La alegría del amor que se vive en las familias es también el júbilo de la Iglesia”, así comienza el Papa Francisco su exhortación apostólica que supone la conclusión a los Sínodos de los Obispos sobre la Familia de los años 2014 y 2015.
            Invito a las familias a que lean este bello documento, que, con un lenguaje muy asequible, en el que se expone una propuesta para las familias cristianas, que las estimule a valorar los dones del matrimonio y de la familia. Asimismo, invita a sostener un amor fuerte y lleno de valores como la generosidad, el compromiso, la fidelidad o la paciencia.
            Se ha de entender en el contexto del Año Jubilar de la Misericordia y por ello, Francisco porque procura alentar a todos para que sean signos de misericordia y cercanía allí donde la vida familiar no se realiza perfectamente o no se desarrolla con paz y gozo.
            Desde el punto de vista de la catequesis familiar me parece no tiene desperdicio el documento en su totalidad, pero podríamos entresacar alguna idea importante del capítulo VII, en el que el Santo Padre habla de “fortalecer la educación de los hijos”.

Los padres, primeros catequistas de sus hijos, inician desde el despertar religioso en el desarrollo moral de sus hijos, para bien o para mal. Por consiguiente, lo más adecuado es que acepten esta función ineludible y la formalicen con un talente consciente, entusiasta, razonable y ajustado a la realidad.
Los padres requieren formación que les instruya para asegurar una educación esencial para sus hijos. Nunca deberían delegar completamente la educación en la fe a otros, aunque puedan encontrar otros apoyos evangelizadores, como la Escuela y la Parroquia.
En lo que respecta al crecimiento afectivo-sexual y ético de la persona se precisa creer que los propios padres son merecedores de confianza. Esto constituye una responsabilidad educativa: forjar confianza en los hijos con el afecto y el testimonio, inspirar en ellos respeto.
Asimismo, es indispensable sensibilizar al niño o al adolescente para que advierta que las malas acciones tienen consecuencias. Despertemos la capacidad de ponerse en el lugar del otro y compadecerse por su sufrimiento cuando se le ha hecho daño.
La relación padres e hijos puede verse afectada por las tecnologías de la comunicación y la distracción, cada vez más sofisticadas. Cuando son bien utilizadas (como diría San Ignacio de Loyola: si hacemos uso de ellas “tanto cuanto”, ordenadamente o correctamente) para que puedan ser útiles para conectar entre los miembros de la familia. Estos medios ni sustituyen ni reemplazan la necesidad del diálogo personal y profundo.
La educación de los hijos manifestarse por un camino de transmisión de la fe, que se dificulta por el estilo de vida actual, por los horarios de trabajo, por la complejidad del mundo donde muchos llevan un ritmo frenético para poder sobrevivir. Sin embargo, la familia debe seguir siendo el hogar donde se inicie cristianamente, orando y sirviendo al prójimo.


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