El
mes de noviembre nos invita a toda la Iglesia, también como obra de
misericordia, a orar por los vivos y por los difuntos. Y en el credo de nuestra
fe afirmamos: Creo en la resurrección de la carne. Se trata de una
verdad que no es sencilla y nada obvia, porque, viviendo inmersos en este
mundo, no es fácil comprender la realidad futura. Pero el Evangelio nos
ilumina: nuestra resurrección está estrechamente vinculada a la resurrección de
Jesús; el hecho de que Él esté resucitado es la prueba de que existe la
resurrección de los muertos. Él ha resucitado y así, nosotros también
resucitaremos.
La
Sagrada Escritura contiene un camino hacia la fe plena en la resurrección de
los muertos. Esta se expresa como fe en Dios creador de todo hombre, alma y
cuerpo, y como fe en Dios liberador, el Dios fiel a la Alianza con su pueblo.
Jesús,
en el Nuevo Testamento, lleva a su cumplimiento esta revelación, y vincula la
fe en la resurrección a su misma persona: “Yo soy la Resurrección y la Vida”
(Jn 11, 25). De hecho, será Jesús el Señor el que resucitará en el último día a
todos los que hayan creído en Él. Jesús vino entre nosotros, se hizo hombre
como nosotros en todo, menos en el pecado; de este modo nos ha tomado consigo
en su camino de vuelta al Padre. Él, el Verbo Encarnado, muerto por nosotros y
resucitado, da a sus discípulos el Espíritu Santo como un anticipo de la plena
comunión en su Reino glorioso, que esperamos todos nosotros vigilantes. Esta
espera es la fuente y la razón de nuestra esperanza: una esperanza que,
cultivada y custodiada, se convierte en luz para iluminar nuestra historia
personal y comunitaria. Recordémoslo siempre: somos discípulos de Él que ha
venido, viene cada día y vendrá al final. Si conseguimos tener más presente
esta realidad, estaremos menos cansados en nuestro día a día, menos prisioneros
de lo efímero y más dispuestos a caminar con corazón misericordioso en la vía
de la salvación.
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