“Que
alegría cuando me dijeron vamos a la Casa del Señor”. Con este hemistiquio del
Salmo 121, comienzan muchas de nuestras celebraciones eucarísticas. Así lo
cantamos al comienzo, también, de nuestra asamblea dominical. Expresa,
claramente, cómo ha de ser nuestra actitud cuando vamos a la iglesia,
especialmente, en el Domingo, Día del Señor.
Pero, realmente, ¿vamos a la iglesia
con alegría cada Domingo? Seguramente que alguna vez hayamos cantado este salmo
con poco convencimiento.
¿Por qué hemos de ir alegres a la
Casa del Señor? Porque la alegría profunda también puede ser testigo que
verifica nuestra fe. El encuentro verdadero con Dios invita a la alegría, Él
nos la da, “Paz a vosotros”, y también a la transmisión, porque algo grande,
profundo y feliz está ocurriendo.
Encontrarse con Jesús el Señor, tener experiencia de Él, nos creará una
“adición”. Necesitamos, semanalmente, acudir a su cita, porque la “Misa es una
fiesta muy alegre, la Misa es una fiesta con Jesús”.
Sin embargo, necesitamos suscitar en nosotros un depósito que conserve la
fe durante toda la semana: la oración personal, la meditación del Evangelio de
cada día, etc. Si viviéramos nuestra fe desde la alegría que Dios nos da, no
tendríamos más remedio que contagiar esa misma alegría, construiríamos
proyectos juntos como comunidad.
Por eso, cuando nos preguntamos, dónde están los niños después de la
Primera Comunión o dónde están los jóvenes, deberíamos –más bien- preguntarnos:
¿qué hacemos nosotros porque estén? La Iglesia precisa, urgentemente,
cristianos adheridos al corazón de Cristo y que sean en sus contextos testigos
de su Corazón. Cristianos que estén deseando que llegue el Domingo para
celebrar la Eucaristía, para encontrarse como comunidad; y que sean conscientes
de lo que Dios les regala cada Domingo.
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