sábado, 22 de agosto de 2015

Meditación para un retiro: "EN LA IGLESIA ENTRAMOS PARA ADORAR Y SALIMOS PARA SERVIR”


Con el presente título pretendo ayudarles en este retiro a caer en la cuenta de algo tan importante que se ha de dar en nuestra vida cristiana: la integración entre la fe y la vida. Un binomio que no nos resulta fácil conjugar, sin embargo es el centro de toda la espiritualidad cristiana, el deseo más hondo del Señor es: “que os améis unos a otros como yo os he amado”, o lo que es lo mismo, que decir que el amor a Dios se demuestra en el amor al prójimo, pues, ¿cómo amar a Dios al que no veo sino amo a los de Dios a los que sí veo? O, también, expresándolo de otra manera, nuestra fe requiere de obras.
Por lo tanto, decir que “En la Iglesia entramos para adorar y salimos para servir” es vivir sencilla y llanamente todo la potencia de la Eucaristía. No sé si el ejemplo de la pila, al que diariamente nos referimos nos puede ayudar. Ya saben que cualquier ejemplo, en lo que toca a la fe, a la religión y especialmente a Dios, siempre va a ser un ejemplo imperfecto. Jesús ponía ejemplos, comparaciones, parábolas para explicar lo que era el Reino de Dios, para darse a conocer Él mismo. Es muy difícil poder llegar a dilucidar la verdad del Misterio de Dios. Al menos nos vamos a aproximar.
Muchas veces decimos: me voy de vacaciones para cargar las pilas, incluso en la vida espiritual también nos expresamos así, hacemos un retiro, unos ejercicios espirituales, etc. y decimos esto mismo, con lo que metafóricamente estamos queriendo decir que necesitamos también enchufarnos al Señor, porque Él nos da la fuerza, la vitalidad, el deseo, la alegría, la fe, etc. para afrontar la vida como “Dios manda”. Necesitamos muchas veces, y también en muchos ámbitos, desconectar, para recuperar algo que con el tiempo se deteriora, pierde calidad, etc. Y en la misma vida, esa fuerza, vitalidad, etc. la vamos desgastando. Por eso, conviene, de vez en cuando enchufarse a una experiencia de este tipo.
Entonces podríamos hablar que en nuestra vida como cristianos tenemos experiencias puntuales, explícitas de estar con Dios, como puede ser: la adoración, la oración, la contemplación, la meditación, la lectura espiritual, las celebraciones litúrgicas, especialmente la Eucaristía, etc. y hay otras en la que no, como por ejemplo: el trabajo, la relación vecinal, el estar en la playa, el ir a la compra, las tareas del hogar, los programas de la TV, etc. Sin embargo, una buena relación con Dios ayuda a encajar esos otros factores con los que nos encontramos en la vida. Por eso entrar en la Iglesia para adorar, para recargarse del Señor, implica desgastarse en el servicio de los demás, en todos los ámbitos de nuestra persona. Por eso, no hay como compartimentos estancos, donde nosotros podamos decir con mayor claridad aquí está el Señor y allí no, y sino recordemos a Santa Teresa de Jesús, cuyo V centenario de su nacimiento estamos celebrando, que decía, porque lo vivía: “al Señor le podemos encontrar entre los pucheros”. Hoy el cristiano, necesita hacer de su vida una contemplación, en la que sin querer vaya descubriendo el sentido del discernimiento que le ayude a revitalizar la fe, encontrar el sentido de la adoración, no solo como momento extraordinario de paz interior y presencia de Dios, sino también, como escucha de la Palabra de Dios que me dice cuál es su voluntad para moverme en la vida en una dirección o en otra, en un servicio o en otro. 
Queridos hermanos y hermanas si nuestra adoración es sincera, los rayos del amor de Dios por nosotros nos impulsarán al servicio, por eso en la Iglesia puede haber una tentación que conviene combatir: y es la separación, la disgregación, de la fe y la vida. Esto lo hace mucha gente, desgraciadamente nos encontramos en nuestras comunidades parroquiales con muchísimas personas no solo buenas, sino buenísimas, que disocian. Y no lo hacen a sabiendas, sino que no lo saben hacer mejor, o piensan que lo uno es mejor que lo otro. Personas “fideistas”, que incluso nosotros denominamos con calificativo peyorativo, como “beatas”, que rezan y rezan y vuelven a rezar, pero sus rezos no les llevan al servicio. Se podría decir que de este modo de ser es más propio las personas mayores, mientras que los más jóvenes son los del hacer y hacer. También es fácil caer en el activismo dentro de la Iglesia. El papa Francisco, que conoce muy bien ambas posturas, dice con la claridad en el lenguaje que le caracteriza, que “la Iglesia no es una ONG piadosa”. Muchas personas, con muy buena voluntad, se sienten animados a pertenecer a la Iglesia desde el hacer: un voluntariado, ayuda en un campamento, un ropero de Cáritas, limpieza de la iglesia, en el coro, atención primaria, etc. pero quizá no sepan ni dónde está el Sagrario ni “comulguen” con la fe de la Iglesia Católica. Ciertamente, también, nos encontramos con personas como muy cumplidoras del “precepto”, que intentan salvar los mandamientos a toda costa, pero son rácanos, poco generosos en sus momentos de intimidad con Dios. Son muchos los que aprovechan el sacramento de la confesión para hacer de él, como también dice el papa Francisco, un uso como si fuera “un túnel de lavado”, en el que se saltan los preceptos a sabiendas que después confesarán y volverán a estar “en gracia de Dios”. No les hables de llegar pronto a Misa para caer en la cuenta de dónde estamos y el porqué, que no desconectan de aparatitos móviles que manipulan detrás de grandes columnas góticas, y que una vez acabada la Santa Misa son los primeros en marcharse. Les molestan los avisos parroquiales, los ministros extraordinarios de la comunión, prefieren las Misas más cortas, no se suelen comprometer en actividades parroquiales, tienen sus propios grupos, no conocen a otros miembros de su misma comunidad cristiana, etc. todo bajo un puritanismo poco discernido. 
Por lo tanto, ¿por dónde podríamos decir que está la solución? Pues bien, nuestra vida como cristianos es como el río que desemboca en el mar, en la mar que se suele decir en las zonas marítimas o costeras. Cuando el río, la ría, desemboca en la mar hay una gran confusión en el agua salada y dulce, ¿quién puede ahí distinguir cuál es el agua salada y cuál la dulce? Es muy difícil, ¿verdad? Pues así deberá ser nuestra vida cristiana: una integración entre la fe y la vida. Venir a adorar al Señor, es dejarse mirar por el Dios de mi vida, dejarse motivar por Aquel que me quiere como nadie, que me mira como nadie, que me valora en la justa medida, que me conoce, que sabe cuándo me acuesto, cuándo me levanto, cuáles son mis necesidades más hondas, etc. Ese al que adoras y que te mira, ilumina con los rayos de la custodia todo tu quehacer: en primer lugar todo lo que tiene que ver contigo mismo, también especialmente tú relación con los demás: el trabajo, las relaciones familiares, las amistades, los vecinos, la comunidad cristiana, etc. Ilumina tu vida para hacerte más feliz, porque ese es el deseo más grande que toda persona anhela: “ser feliz” y ese es el deseo más hondo del Señor para cada uno de nosotros, sus hijos: “que seamos felices”.
En una frase, corta y clara: “la fe está pidiendo el compromiso”. Hay textos bíblicos que pueden iluminar esta relación: ¿recuerdan como el joven rico le pregunta a Jesús, “¿Maestro que he de hacer para heredar la vida eterna? Y Jesús le contesta: ¿has cumplido los mandamientos? Sí, Maestro. Pues, vende lo que tienes y dáselo a los pobres. Y se marchó muy triste, porque era muy rico”. El joven cumplía con los mandamientos al pie de la letra, digamos que sabía muy bien la teoría, ¿pero la práctica? A veces tenemos a Jesús de tal manera idealizado que no somos capaces de ponerle rostro, o mejor dicho, el rostro que le damos es el de los cuadros, el de las imágenes del Sagrado Corazón, etc. pero recordemos lo que Jesús mismo nos dijo: “¿cuándo me viste con hambre y me diste de comer, cuando desnudo y me vestiste, cuando con sed, en el hospital, en la cárcel?, cuando visteis a cada uno de esos, a mí me visteis y lo que hicisteis con cada uno de ellos conmigo lo hicisteis”. Por lo tanto, no debería ser tan difícil poner rostro o rostros al Señor.
Hace unos días celebramos la fiesta de Santa Marta, conocemos a Marta y a María, las hermanas de Lázaro de Betania. Pues, también, resulta que a María se le daba mejor eso de estar escuchando, mirando, estando cerca del Señor y la otra, Marta, no paraba de hacer cosas. Y, claro, se quejaba. Y el Señor ahí integra lo uno y lo otro. Las dos cosas son importantes. Incluso, para aquellas personas, como los monjes y las monjas, que dedican especialmente su vida a la contemplación y que su misión en el mundo y en la Iglesia, consiste en la oración contemplativa, pues también podríamos decir que de ahí se desprende una acción evangelizadora. Son muchos los monjes que integran “ora et labora”, oración y trabajo, los jesuitas también, siendo “contemplativos en la acción”, San Ignacio de Loyola animaba a “buscar y a hallar a Dios en todas las cosas”. Santa Teresa de Jesús, ya lo hemos dicho, a “encontrar a Dios en la cocina, entre los pucheros”. 
Lo que está muy claro es que es muy importante tener una constante vida de oración, una vida de oración de calidad: “tratar de amistad con Aquel que sabemos nos ama”, “hablar con Dios como un amigo habla con otro amigo”; para después contemplarle también en medio –como nos sugiere el Santo Padre, el papa Francisco, en su encíclica Laudato Si’, de la creación, “alabado sea mi Señor”. Por ejemplo, la vida de un catequista es aquella que ora al Señor antes del acto catequético, le presenta al Señor a los niños, a los catequizandos, cuando se encuentra en medio de la catequesis, ora con ellos al Señor, les muestra al Dios con el que trata habitualmente en confianza, aquel Dios no hecho a su medida, sino el Dios de Jesucristo que profesa nuestra Iglesia. Todo, absolutamente, está dirigido, bañado por esa relación de amistad, de amor. El religioso, el consagrado, el sacerdote; vive esa relación de forma muy especial, lo más parecido a una relación esponsal, como el que puede tener un enamorado con su enamorada. ¿Cómo podemos decir que amamos a Dios sobre todos las cosas y no hablamos nada con Él? Y otro riesgo que yo veo, es el de los que hablan y hablan de Dios y, por lo que se ve, porque eso se nota, muy poco con Dios. 
El Señor, como vengo diciendo, ilumina nuestra realidad, y nos ayuda a comprenderla, porque muchas veces nos parece muy cuesta arriba. Ni a nosotros, ni por supuesto a Dios, le es ajeno, la transformación social y cultural que estamos teniendo en el momento presente. Seríamos, tanto Dios como nosotros, unos ingenuos sino lo viéramos o, mejor, no lo quisiéramos ver. El mundo cambia tan rápidamente que parece que no nos da tiempo a reconocer y nombrar el ayer, cuando ya estamos con aspectos nuevos que nos sobrevienen a modo de un tsunami.
Hay a personas, y que son de Iglesia, que les parece más importante el hacer que el contemplar, incluso se preguntan por la eficacia de la oración. Como digo son los dos extremos de una misma realidad que estamos llamados a integrar: la eficacia de la oración es la misma oración, estar ahí, tranquilamente, en paz, reconociendo la presencia de Dios que nos desborda. La oración, ciertamente, sabe mucho de soledad, pero es una “soledad fecunda”, en la que nos podemos encontrar con Dios y con los demás en profundidad. El Señor antes de enviar a los discípulos a predicar, primero les invitó a estar con Él. Antes de salir hay que entrar. Esta es la razón por la cual, pienso yo, el papa Francisco nos invita a misionar en las periferias, nos invita a renovar nuestro encuentro personal con Jesucristo.
Para muchos pareciera que hablar de soledad, de interioridad, de encuentro con uno mismo, resultase anacrónico. Pero vemos cómo en esta sociedad el ser humano busca por muchos medios la tranquilidad, la paz, el sosiego, la soledad, busca los fines de semana, el aislamiento de la multitud, pone el teléfono reducido al silencio, se evade de la ciudad y busca oasis de tranquilidad. Sin embargo, junto a esta doble realidad que se da tan a menudo en la vida del ser humano, aparece una paradoja: apenas se detiene en el camino de su vida, se aburre, se pregunta qué tiene que hacer, a dónde podrá ir, a quién podrá invitar, pone la radio, enchufa el televisor, etc. En definitiva, el ser humano sufre por estar solo, pero tiene tremendos vacíos en su existencia. ¡Qué situación más ambigua vive! Vive en grupo, habla de comunicación, pero todo le lleva al aislamiento; aspira a la tranquilidad y a la paz y no se siente capaz de entrar dentro de sí. ¡Qué curiosa situación, incapaz de vivir con los demás e incapaz de vivir solo! Es cierto: no soporta a los demás y no se soporta a sí mismo.
Adoramos al Señor en la Eucaristía, dentro de la celebración litúrgica y fuera de ella. Adorar y celebrar es el entrenamiento para la misma vida: durante un momento al día o a la semana celebramos, adoramos, pero es en la vida donde descubrimos el verdadero rostro de Dios, que miro y me mira. El rostro del Señor en mi próximo, mi prójimo. Recuerden la parábola del buen samaritano que explica muy bien quién es el prójimo. Pues, ¿de qué nos sirve adorar sino llevamos a la vida el resultado de dicha adoración? Esto me recuerda lo que yo mismo veo dentro de las mismas iglesias, y que somos especialistas, y el papa Francisco habla mucho de ello, el chismorreo, el cotilleo, etc. y no se libra nadie de esto, y cuando digo nadie es nadie. Qué triste es ver personas de Misa, como solemos decir “diaria”, que cotillea dentro de la misma iglesia, del de adelante, del que ha pasado, etc. y eso se nota mucho y eso se percibe de forma clarísima. Y entonces, uno se pregunta: ¿qué Dios tendrá en su mente, en su corazón,… que incluso estando delante no les “corta” de hablar mal de los demás? Y no hablemos de los poderes dentro de la Iglesia. Hay muchos poderes, que se pueden hacer bajo capa de servicio. ¿Hacemos las cosas por el Señor o por lucirnos? Uno ve, como a veces hay competitividad entre las personas que prestan un servicio a la Iglesia. Somos más dados a servicios en los que somos protagonistas, como leer, salir, etc. a otros que son más recónditos, como son limpiar. Por esta razón, muchas veces nos sentimos fracasados porque pensamos que todo depende de nosotros, y no es así, somos mediación de Dios que obra a través nuestro. El servicio tiene que ser desde el amor. Amor y servicio es lo que vivimos en la Eucaristía, es la enseñanza Jesús el Señor, “a vosotros no os llamo siervos, sino amigos”, “hijo, todo lo mío es tuyo”, “esto que he hecho con vosotros, hacedlo ahora los unos con los otros”. 
Queridos hermanos y hermanas, si el Bautismo engendra la esperanza, es en la Eucaristía donde la alimentamos y la acrecentamos. Seamos hombres y mujeres que renovemos siempre la esperanza en la celebración y en la adoración de la Eucaristía. La fe funda la esperanza y el amor la acrecienta. Solamente esperamos aquello a lo que creemos y solamente nos confiamos a aquello que amamos. Creemos en Dios y amamos y nos dejamos amar por Dios. Por eso, una generación que no ama a Dios o lo retira y arrincona, también a la larga retira al prójimo de su lado o, por lo menos, hace distinciones entre unos y otros dependiendo de sus gustos, ideas y aficiones. Y esa generación pierde la esperanza. La carencia de amor de Dios y de amor al prójimo, tal y como nos ha enseñado y revelado Jesucristo, es la causa de la pérdida de la pérdida de la esperanza en la vida de los hombres.
El fruto de la adoración y de la celebración de la Eucaristía habrá de ser el testimonio. Testigos apóstoles son quienes muestran al Dios revelado por Jesucristo mediante el Espíritu Santo y, con palabras y obras, dicen que el Padre ha amado al mundo en su Hijo y, en Él, ha llamado a los hombres a la vida eterna. Es una salvación que comienza en esta vida y que tiene su cumplimiento en la eternidad. El ser testigo y apóstol incluye el anuncio profético de la vida futura, el hacer ver el amor entre Dios y los hombres, y el amor fraterno entre todos los hombres. Por otra parte, el testigo y el apóstol dialoga con Dios, es decir, ora y vive la comunión con la Iglesia que la expresa mediante la participación de los sacramentos, entrega un mensaje de liberación que afecta a toda la vida y entiende la promoción humana sin ninguna reducción.
Cuando en la Misa se dice “podéis ir en paz”, que nos sintamos con toda la fuerza del Espíritu Santo para ser testigos de lo que hemos visto y oído. Así sea.

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