Cercanos a la solemnidad del Corpus Christi recordamos con afecto el lema que está
de trasfondo en toda nuestra dinámica pastoral diocesana: "Entramos en la
Iglesia para adorar, salimos para servir".
Podríamos decir que en esta gran verdad se esconde la
misión propia de todo cristiano, y que hemos aprendido del Maestro: "os he
dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo
hagáis" (Jn 13, 15).
Los catequistas sabemos muy bien qué significa esto,
pues precisamente "el fin último de la catequesis es poner a uno no solo
en contacto sino en comunión, en intimidad con Jesucristo" (CT 5; DGC 80).
Necesitamos estar muy cerca de Jesús
el Señor, reconocer su Presencia para adorarle, para amarle sobre todas las
cosas, para descubrir el valor inmenso que su Misterio encierra, y para sentir
la relación de amor que se desprende de esa Presencia. Cuando nos dejamos mirar
por Él nos descubrimos como hijos, pero no como hijos "únicos", sino
como hijos al lado de los otros, hermanos de toda la humanidad.
Dios recibe con muy buen agrado nuestro amor y, por
ello, de su Presencia adorable, se refleja Jesucristo como verdadero rostro de
la misericordia del Padre (cf. MV 1). En Jesús Sacramentado se refleja el
rostro de tantos que como Jesús sufren y cargan con una gran cruz: enfermos,
desahuciados, en paro, sin ilusión, perseguidos, etc. Ciertamente mirarle nos
llena de Él mismo, de sus dones y frutos espirituales. Esa presencia "silenciosa"
es muy locuaz y es pacificadora, pero invita y urge a la caridad, al
servicio por amor. Lo más fácil es quedarse absortos, hagamos tres tiendas (cf.
Mc 9, 5), sin importarnos lo que ocurra fuera de la iglesia, pero Dios
encarnado en medio de su pueblo nos invita a servirle ahí: "La Eucaristía,
antídoto frente a la indiferencia".
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